La vida con sabor agropop
X. Antón Castro.
El Pop ha asociado su supervivencia o sus continuas recurrencias al mismo acto salvífico de la pintura y, como filosofías estéticas que marcan momentos artísticos –tal ha sucedido con el Surrealismo, que no es un estilo, sino una forma de pensar, de escribir, de hacer arte o de vivir -y así lo explicaba hasta el final de sus días uno de sus grandes protagonistas, Eugenio Granell-, ha descrito un horizonte que trasciende su sacralidad laica de los años sesenta. Los textos de Arthur Danto no han hecho más que recordarlo a lo largo de los últimos quince años y las Brillo Box de Andy Warhol han sido su revolución en la tierra, en el 64, con la exaltación de los significados por encima de los significantes formalistas del modernismo de Clement Greenberg. He ahí la cuestión: Danto quiere mostrarnos que el inventor de la cajas de Brillo logró convertir en arte los objetos e iconos de la experiencia cultural del común de los mortales*1.
Definitivamente el Pop nos dejaba ver entonces el final de un arte y nos proponía un acercamiento a la vida real, frente a la teoría del gusto onanista de la dupla Kant-Greenberg, con el fin de aquellos relatos, en el marco de una post-historia estética, definida por la filosofía. Y aquí penetran una serie de lenguajes y de respuestas pragmáticas desde el propio terreno de la pintura que, en este ámbito del objeto global, constreñido por el instalacionismo como síndrome que nos posee, impide la muerte de aquélla y la hace revivir con fuerza.
Ya en los años noventa del siglo XX, los posformalistas de la generación de Jonatham Lasker optaron por luchar contra el formalismo greenbergiano y dotar de nuevos significados a la pintura y entonces la resurrección de ésta pasaba por una respetuosa reasunción de la filosofía pop –algo que se generó con fuerza en la segunda mitad de los años 80- de la mano de Jeff Koons y de sus compañeros de viaje apropiacionistas, de Gober a Levine. Pero el Pop estaba ahí: el MOMA dedicó, en 1993, una retrospectiva nostálgica de sus inicios pictóricos, en 1993, Hand-Painted Pop*2 y la crítica comenzó a hablar de sus nuevas interlocuciones en artistas que, como Lydia Dona o Richard Kalina, comenzaban a exprimir aquella imagen con una estructura propia de la pintura abstracta (Saúl Ostrow)*3.
El artista y crítico Munro Galloway llega a hablar en esos años del Manifiesto Disney, para verificar la relación entre la cultura pop y la pintura*4, ejemplificándolo con artistas, que, como Christian Schumann o Jim Shaw, muy reconocidos en la actualidad, nos acercaban a un inconsciente adolescente, fermento de su cotidianidad: evocación al fin de un vocabulario visual que circulaba en las películas y en la TV. No deja de ser paradójica una de sus conclusiones: si el Pop fue la conciencia de la cultura popular, se podría decir que la cultura popular es el inconsciente de los herederos del pop que reclaman esta filosofía actualmente.
Y creo que sucede así enGalia Blanco. Ella comenzó a elaborar una pintura en estos términos en su preadolescencia (a mi me llegó a pintar colgado de un puente, cuando ella aún no había alcanzado los quince años, con esa estética agradecida del acrílico planimetrizado y en gamas frías), algo que ha retomado en los últimos años desde una mirada que funde la imagen serial y estereotípica de aquella herencia, con la ironía y el humor de la experiencia crítica que ha ido alcanzando.
El mejor ejemplo es su serie AgroPop. En ella hace un retrato dislocado de su día a día particular, que toma a Galicia como pretexto de una singularidad que proyecta el pensamiento rupestre al mundo urbano (el Pop ha sido esencialmente urbano) y eleva la fragmentaridad icónica como un argumento narrativo de una gran sencillez, cuyas metonimias impactan en la vida: el juego de la vaca y el automóvil, dos elementos del Pop clásico, reverberan en la calidez cromática y desbordada de su circunstancia y nacionalizan su apariencia. Más allá de la vaca warholiana, siempre acrítica, Galia Blanco propone la marela como un ejercicio de trasgresión lingüística (Los caballeros las prefieren rubias II), literaria y aún política; y el tractor en lugar del deportivo (Deprisa, deprisa).
Esto se acentúa en las ironías morales de cuadros como Cotton Club (donde un extintor y un reloj de publicidad presumen modernidad sobre la pared desconchada del único bar en 5 quilómetros a la redonda de la antigua casa de sus abuelos), o Arma letal (en el que vemos la rechinante rueda de un tractor en primer plano), pero siempre jugando con una abstracción fragmentaria, manifiesta en obras como Amanece que no es poco o El crepúsculo de los dioses.
La ternura/ternera, el cine, el pasado y el presente de la artista se mezclan en una paleta de colores fauvista e irreverente, que sólo se calma en la mirada de los personajes, humanos o animales, que retrata.
Ironía escondida en la expansión emulsiva del color que apela a la dinámica de los cuajarones abstractos de los que hablaba el citado Ostrow, a fin de recomponer imágenes que impactan en el punto central de una manera de contar elíptica, que encaja con las emociones más elementales, que son las que nos mueven a todos de la silla con la rapidez de un galgo.